Una columna en el diario de Navarra
ORO Y FUEGO
Con
el poeta pamplonés Alfredo Rodríguez me unen dos rasgos: una frágil salud de
hierro y la admiración por José María Álvarez, cuya obra propicia el culto minoritario de la catacumba.
La obra de Alfredo Rodríguez fue incluida en la antología Nueva poesía en el viejo reyno, que editó Hiperión a principio de
año. Consuelo Allué estudió y seleccionó a ocho poetas navarros: Daniel Aldaya, Marina Aoiz, Javier
Asiáin, Fernando Luis Chivite, Francisco Javier Irazoki, Alfonso Pascal, Maite
Pérez Larumbe y Alfredo Rodríguez, que cerraba la antología. De todos los poetas
Alfredo Rodríguez era el único que se aferraba a una tradición de manera
canónica: la de aquellos nueve novísimos, que editó Josep Castellet en 1970.
José María Álvarez nos legó más tarde un monumental libro: Museo de cera. De ahí parte Alfredo Rodríguez y asume los riesgos de
ser fiel a unos rasgos culturalistas y arcaizantes que se mueven con elegancia
entre los demonios de la vulgaridad, acaso la característica más destacada de la
“aldea global”.
Ahora nos hace entrega del poemario De oro y fuego, primorosamente editado por Los papeles del sitio
(Sevilla). De la nota final escrita por el poeta se infiere que la experiencia
de la enfermedad y el nacimiento de su hijo Óliver –a quien dedica el libro–, marcaron
un paréntesis de silencio poético, roto ahora por el fuego y el oro que parecían
aguardar bajo esas experiencias radicales. Sorprende que la cercanía de la
muerte y el nacimiento de un hijo puedan ser trasladadas a la poesía desde el
paradigma poético del culturalismo. Pero Alfredo Rodríguez no se deja vencer y
es fiel a la armadura poética y a las armas líricas que un día eligió. Las citas, las referencias
a la cultura grecolatina, a la orfebrería más excelsa se trasladan al poema con
paso firme de hoplita, porque este poeta encuentra “en las sentinas hundidas
del alma / cenizas mezcladas con polvo de
oro.” Los poemas en este valiente libro
poseen la belleza de la poesía auténtica, esa que resuena para siempre, más
allá del prestigio de la cultura.
JUAN
GRACIA ARMENDÁRIZ